La agricultura mundial, en la cuerda floja de los fertilizantes químicos
La historia de la agricultura moderna es, en gran medida, la historia de la dependencia de los fertilizantes químicos.
@HELIOS_EM
2020-02-02
06:59
La creciente
preocupación por el cambio climático y, en menor medida, por el agotamiento de
los combustibles fósiles, han dirigido el foco del debate público hacia los
impactos y la disponibilidad de los recursos energéticos. Sin embargo, los
problemas de escasez a los que tendrán que hacer frente las sociedades
industriales en las próximas décadas afectan a muchos ámbitos distintos. Uno de
los que destaca por su gravedad, y que sigue estando relativamente desatendido
en el debate público, es el de la producción de alimentos. Bajo el modelo de
agricultura actual, ésta depende de enormes aportes externos de energía, pero
también de otros insumos que se han vuelto igual de imprescindibles: los
fertilizantes químicos. La historia de la agricultura moderna es, en gran
medida, la historia de esta dependencia. Una de las claves de su innegable
éxito es, también, una de las principales causas de su ruina.
El suelo es una fina capa formada por
la acumulación e interacción de partículas minerales, materia orgánica y minúsculos
seres vivos, que permite el crecimiento de los vegetales. Si bien tarda cientos
o miles de años en formarse, sus nutrientes pueden agotarse muy rápidamente, y
la necesidad de reponerlos ha sido una preocupación constante, consciente o no,
desde el surgimiento de la agricultura. Antes de que la moderna química del
suelo explicara con detalle su funcionamiento, ya tenían lugar por todo el
mundo prácticas que reducían o compensaban la pérdida de nutrientes: barbecho,
rotación de cultivos y, especialmente, la vinculación entre ganadería y
agricultura, que garantizaba la reposición de parte de estos elementos mediante
el estiércol.
El desarrollo capitalista en el siglo
XIX, con sus enormes necesidades de abastecimiento de fibras y alimentos hacia
las ciudades y la industria, aceleró el consumo y la dispersión de estos
nutrientes del suelo más allá de su capacidad de renovación. Marx señaló este
fenómeno, indicando que la producción capitalista, y la concentración urbana
generada por ella, “perturban el metabolismo entre el hombre y la tierra; es
decir, el retorno a la tierra de los elementos de esta consumidos por el hombre
en forma de alimento y de vestido, que constituye la condición natural eterna
sobre la que descansa la fecundidad permanente del suelo”.
Estas observaciones venían tras el
estudio de la obra del químico alemán Justus von Liebig, que expuso el carácter
fundamental de tres compuestos minerales para el desarrollo de las plantas:
nitrógeno, fósforo y potasio, los cuales constituyen la base de los modernos
fertilizantes químicos (la conocida fórmula NPK).
LA FÓRMULA NPK Y LA
HISTORIA DE LA FRACTURA METABÓLICA GLOBAL
La escala de esta
pérdida de nutrientes llevó a las potencias industriales del momento,
principalmente Inglaterra, a buscar formas de compensarla mediante la
importación de abonos desde distintas partes del mundo. Uno de los más
codiciados y valiosos fue el guano, resultado de la acumulación de excrementos
de aves marinas o murciélagos. Como han explicado distintos autores, como Bellamy
Foster y Brett Clark al desarrollar el concepto de “fractura metabólica”,
durante la segunda mitad del siglo XIX millones de toneladas de este recurso
fueron extraídas en Perú y embarcadas hacia Inglaterra y Estados Unidos
principalmente, pero también a Holanda, Bélgica, Francia, Suecia, etc.
Gran parte de esta extracción se
llevó a cabo utilizando trabajadores chinos en condiciones de semiesclavitud,
muchos de los cuales morían por las terribles condiciones de trabajo. A la
extracción de guano siguió la de los nitratos. La disputa por el control de los
yacimientos de nitratos de Atacama y de guano de Antofagasta provocó una guerra
entre Chile, por un lado (con el apoyo de Inglaterra) y la alianza formada por
Bolivia y Perú por otro: la llamada “Guerra del Salitre”, que se extendió entre
1879 y 1884.
La victoria chilena garantizó a
Inglaterra un suministro estable de estos recursos, que sin embargo entraron a
partir de entonces en un declive constante: no solamente se extraían a un ritmo
mucho mayor que el que hubiera permitido su reposición, sino que, en el caso de
los guanos, ésta se veía imposibilitada físicamente: las aves que originaban
esta sustancia con sus deposiciones eran esquilmadas o espantadas durante el
proceso de extracción.
En la década de 1840, John Lawes
descubrió el procedimiento de fabricación de superfosfatos mediante la
aplicación de ácido sulfúrico a rocas fosfatadas: se trataba del primer
fertilizante artificial, que pronto empezó a fabricarse de manera industrial.
Para su desarrollo a la escala vertiginosa que requería la agricultura europea
no bastaba con las reservas europeas de estas rocas, y pronto comenzaron a
explotarse minas de fosfato en Florida, y décadas más tarde en Marruecos y el
Sahara. De hecho, el control de este recurso fue una de las principales
motivaciones del colonialismo francés y español en el norte de África.
Posteriormente, la creación de
industrias nacionales de fertilizantes en la URSS y en China llevó a la
explotación de otros yacimientos de estos minerales, ubicados en las zonas
árticas, Kazajistán o Jordania.
En cuanto al potasio, hasta la
generalización del uso de potasa mineral la principal fuente artificial había
sido la ceniza vegetal, utilizada en diversos lugares a lo largo de la
historia. Autores clásicos griegos y romanos, como Virgilio, Estrabón o
Columela, ya se refieren a este uso por parte de los agricultores de su época.
Durante el s. XVIII había un mercado floreciente de cenizas de abedul
provenientes del norte y este de Europa, así como de algas y plantas costeras
ricas en sales en la zona mediterránea. La creciente demanda llevó a elevadas
tasas de deforestación, hasta que en 1861 abrió sus puertas la primera fábrica
de potasa mineral, a partir de la explotación de los recién descubiertos yacimientos
potásicos de Stassfurt. Posteriormente se fueron explotando otros yacimientos
de importancia, como los de Alsacia, entonces bajo control alemán, o los de
Suria, en Cataluña. Actualmente la mayoría de las reservas mundiales se
concentran en Canadá, Bielorrusia, Rusia, China e Israel.
A principios del s. XX, el químico
alemán Fritz Haber descubrió la forma de extraer nitrógeno del aire mediante la
síntesis del amoniaco. Hasta entonces la única forma en que este elemento
pasaba al suelo era mediante descargas eléctricas de rayos o mediante la
fijación que llevan a cabo diversos microorganismos. El vínculo de algunos de
ellos con las plantas leguminosas (como la soja, el guisante o el trébol) hace
que su cultivo resulte útil para el aporte de este mineral.
Más de la mitad de los productos
utilizados terminan disueltos en las aguas del planeta, generando diversos
tipos de contaminación
Karl Bosch perfeccionó el método de
Haber para la obtención de amoniaco sintético, que se extendió mundialmente
tras las primera Guerra Mundial y pasó a conocerse como “proceso de
Haber-Bosch”. Este procedimiento permitió disponer de una fuente abundante de
fertilizante artificial, pero supuso al mismo tiempo que la producción de
alimentos dependiera absolutamente de los combustibles fósiles, ya que la
materia prima utilizada para proporcionar el hidrógeno necesario en la reacción
es fundamentalmente el gas natural, y en menor medida el petróleo. Esta
dependencia se agudizó dramáticamente tras la Segunda Guerra Mundial y, especialmente,
tras la llamada “Revolución Verde”, el paquete tecnológico impulsado por
Estados Unidos a partir de 1960 que incluía utilización de semillas híbridas,
extensión de la mecanización, uso masivo de pesticidas (muchos de ellos
derivados directamente del petróleo) e irrigación. Todo ello acompañado del
establecimiento de flujos de alimentos cada vez más globales, absolutamente
dependientes de los combustibles fósiles para el transporte, el envasado y la
refrigeración.
LOS CUELLOS DE BOTELLA DE
LA VIDA
La universalización
del uso de fertilizantes químicos a partir de la fórmula simplificada NPK ha
incrementado enormemente la producción de alimentos en todo el mundo,
permitiendo alimentar a miles de millones de personas con un incremento de la
tierra cultivable relativamente modesto. Sin embargo, el coste social y
ambiental de este logro ha sido gigantesco. Más de la mitad de los productos
utilizados terminan disueltos en las aguas del planeta, generando diversos
tipos de contaminación. Uno de los más conocidos, la eutrofización, es el
desarrollo masivo de algas que terminan por ahogar otras formas de vida, tal
como ha ocurrido en los últimos años en el Mar Menor de Murcia.
Pero hay muchos otros: desde la
intoxicación de mujeres embarazadas y bebés que provoca por ejemplo el llamado
“Síndrome del niño azul” (una anomalía en la hemoglobina que dificulta el
transporte de oxígeno, causado por el exceso de nitratos en el agua) hasta el
incremento de emisiones de gases de efecto invernadero.
Al bloquear otros micronutrientes,
estos fertilizantes acaban empobreciendo el suelo, que necesita cada vez más
dosis mayores para poder mantener estables los niveles de producción. Una
espiral que implica tanto un incremento del coste, lo que incide en el
endeudamiento y concentración propios de la agricultura industrial, como de la
contaminación. Pero la generalización del uso de los fertilizantes químicos (y
en general, del uso de combustibles fósiles) ha creado además una situación
insólita en la historia: que la agricultura pase a depender de la minería y de
otras actividades extractivas, es decir, que el suministro mundial de alimentos
dependa a su vez del suministro de recursos limitados y desigualmente
repartidos. Es, por tanto, totalmente vulnerable a su escasez y agotamiento.
Casi la tercera parte de la energía
del sector agrícola se destina a la fabricación de fertilizantes inorgánicos
En este sentido, el potasio no tiene
perspectivas de limitaciones inmediatas en el abastecimiento. Según la
investigadora Alicia Valero su cénit de extracción, es decir, el momento a
partir del cual el nivel de las reservas empezaría a ser descendente, no se
alcanzaría hasta la década de 2070, siempre que se sigan explotando nuevos
yacimientos. Esto significa además incrementar los impactos ambientales de este
tipo de extracción, así como la contaminación del agua por vertidos o la
acumulación de residuos salinos. Uno de los ejemplos más conocidos de este problema
en nuestra geografía es la montaña de sal del Cogulló, en Sallent (Barcelona),
con 500 metros de altura y una extensión de 50 hectáreas, formada por toneladas
de vertidos procedentes de las minas de potasa.
El destino del nitrógeno, por su
parte, está vinculado al de los combustibles fósiles, no sólo por el suministro
de gas natural necesario como materia prima sino por la cantidad de energía que
hace falta emplear en el mencionado “proceso Haber-Bosch”. En conjunto, casi la
tercera parte de la energía del sector agrícola se destina a la fabricación de
fertilizantes inorgánicos. El pico del gas natural está mucho más próximo que
el del potasio, y se sitúa entre la década en la que entramos ahora, 2020, y la
siguiente. Su disponibilidad para la fabricación de abonos estará condicionada
por la competencia con otros usos, tales como la producción de electricidad.En
los últimos años la demanda para este objetivo ha venido creciendo de manera
importante, acompañada de una propaganda que lo presenta como una fuente
energética “limpia”, o al menos, “de transición” (ver “La trampa global del gas. Un puente a ninguna parte”).
El macronutriente inorgánico que más
cerca está del agotamiento es el fósforo, que el escritor Isaac Asimov
denominaba “el cuello de botella de la vida”, por su importancia para el
crecimiento de las plantas. Tal y como Asimov señaló insistentemente, no existe
ningún otro elemento que pueda sustituir su uso. Ya en 1938 el presidente
estadounidense Franklin Roosevelt había subrayado su importancia fundamental en
un mensaje dirigido al Congreso, en el que defendió que la administración de
los depósitos de fosfato debería ser considerada un asunto de interés nacional.
Existe actualmente un debate
científico sobre el momento en que se alcanzará su pico de extracción, el
máximo global de producción a partir del cual sus existencias irán decreciendo.
Algunos autores consideran que este se produjo a finales del siglo XX, otros
que ha tenido lugar en algún momento de esta década. Sea como sea, la
conciencia de que las reservas son cada vez más escasas va ganando terreno, lo
cual no ha implicado ninguna medida seria para reducir su utilización, que no
ha dejado de aumentar en todo el mundo.
Más del 80% de los recursos mundiales
de fosfatos se encuentran en el Sahara Occidental
Tras una breve caída en 2008 por la
recesión económica internacional, según la FAO el consumo mundial de
fertilizantes fosfatados pasó de 35 millones de toneladas a 45 millones en
2017. Al igual que ocurre con otros recursos limitados, la tendencia que se
observa ante sus perspectivas de escasez o agotamiento no es el cuestionamiento
de su uso (lo que implicaría, a su vez, otros cuestionamientos más profundos
del modelo social y económico imperante), sino la ampliación de las fronteras
extractivas, en un intento de apurar todas las reservas posibles.
Una de las zonas de interés
estratégico en este sentido es el norte de África. Más del 80% de los recursos
mundiales de fosfatos se encuentran en el Sahara Occidental, cuya importancia
supone uno de los intereses principales de la ocupación marroquí, al igual que
lo fueron para el colonialismo francés y español en la zona. Cerca de allí, las
minas de Argelia han atraído recientemente el interés de las empresas chinas
para su explotación de forma conjunta con la compañía energética estatal
argelina, Sonatrach, mientras que la producción de Túnez ha entrado ya en
declive. En Siria los yacimientos de fosfatos han jugado, según parece, un
papel en el conflicto que se mantiene desde 2011; de hecho, compañías rusas han
firmado en estos años contratos con el gobierno sirio para su extracción y
procesamiento.
La preocupación por el suministro de
este recurso ha llegado incluso hasta el punto de que se multipliquen las
solicitudes de proyectos para la explotación de yacimientos submarinos en
distintos lugares del planeta, desde Sudáfrica hasta la Baja California Mexicana.
Hasta ahora una gran parte de los permisos de este tipo han sido rechazados por
sus impactos ambientales, incluyendo los que afectan a los recursos pesqueros,
pero a medida que se agudicen las dificultades de abastecimiento de fosfatos
las presiones para permitirlos serán mayores.
Se trata del equivalente a la
búsqueda de yacimientos “no convencionales” (arenas bituminosas, fracking,
prospecciones submarinas, etc.) en el caso de los combustibles fósiles, mucho
más costosos, contaminantes e ineficientes: una prueba más de que los recursos
baratos y fáciles de extraer son cosa del pasado.
La escasez de los minerales con los
que se fabrican los fertilizantes químicos, especialmente el fósforo, se añade
a la de una larga lista de recursos no renovables (desde el petróleo hasta el
carbón o el uranio) que marcan un límite físico al mantenimiento de los
actuales modelos de producción, consumo y formas de habitar. Una auténtica
crisis civilizatoria que tiene su origen en la lógica capitalista que empuja al
crecimiento continuo.
Sólo una transformación completa de
la agricultura mundial, que vuelva hacia prácticas agroecológicas de cierre de
los ciclos de nutrientes a escala local y regional, que sustente la
fertilización en fuentes orgánicas y regenere los suelos, puede esquivar el
desastre que supondría para millones de personas el corte de suministro de
fertilizantes químicos, así como evitar los tremendos impactos de su uso. ¿Es
aún posible, en un mundo con centros urbanos cada vez mayores y una agricultura
campesina amenazada?
Comentarios
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