Intervención Ciudadana frente a Ley 1518 - UPOV 91 en Colombia




Bogotá, julio 4 de 2012


Honorable Magistrados
Corte Constitucional de Colombia
Bogotá



Honorable magistrados:

Como ciudadana colombiana y estudiosa de los temas de derechos de propiedad intelectual y soberanía alimentaria, me permito exponer los motivos por los cuales considero que la Ley 1518 de abril 23 de 2012 “Por medio de la cuál se aprueba el ‘Convenio Internacional para la protección de las Obtenciones Vegetales’ (UPOV por sus siglas en inglés)” viola los derechos fundamentales de las comunidades campesinas, indígenas y afro-descendientes, atenta contra la seguridad, la soberanía y la autonomía alimentaria del país y amenaza la diversidad genética, agrícola y la pluralidad cultural de nuestro territorio. Por tanto, expreso mi apoyo a la INTERVENCIÓN CIUDADANA en la revisión de exequibilidad de la Ley 1518 de 2012 (Expediente No. LAT0000386) y les solicito que, como honorables magistrados de la Corte Constitucional, declaren la inconstitucionalidad de dicha Ley.

La adopción de la UPOV 1991, mediante la Ley 1518 sobre derechos de propiedad intelectual sobre material biológico en Colombia, es el resultado de un proceso profundamente antidemocrático que atenta contra la soberanía nacional y la normatividad nacional e internacional. En el marco de las negociaciones del TLC entre Colombia y los Estados Unidos, nuestro país debió ceder a las exigencias de los Estados Unidos para adoptar una versión ampliada del Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) de la OMC. Esta versión ampliada significa que el país debe reemplazar la UPOV 1978 por la versión de 1991 que se acoge a las reglamentaciones sobre derechos de propiedad intelectual que rigen en los Estados Unidos. La Ley 1518 va en contravía de las disposiciones de la FAO[1] sobre la protección de derechos de los agricultores y fue expedida sin la aprobación de las comunidades indígenas y afro-descendientes por lo que es violatoria del derecho a la consulta como se estipula en la Constitución colombiana y en el Convenio 169 de la OIT. Igualmente esta Ley atenta contra el Convenio sobre Diversidad Biológica (CDB) de las Naciones Unidas y las obligaciones constitucionales del Estado Colombiano de proteger la biodiversidad del país. 

De acuerdo con la UPOV 1991, sólo es necesario que alguna compañía o persona modifique ligeramente la constitución genética de una variedad vegetal para que pueda reclamarla como una ‘invención’ de su propiedad. Sin embargo este derecho a la propiedad privada sobre especies vegetales es altamente cuestionable. Primero porque muchas de las propiedades de las plantas ‘inventadas’ por los laboratorios de fitomejoramiento se basan en el conocimiento ancestral y la biodiversidad de comunidades campesinas, indígenas y afro-descendientes, por lo que patentarlas constituye más bien un acto de biopiratería. Segundo, porque la ingeniería genética no se basa en la invención o creación de nuevos genes, sino en la recombinación de información genética ya existente en la naturaleza. Tercero, porque es indeseable la promoción de la mercantilización de plantas y semillas, y de la naturaleza en general, que son el patrimonio colectivo de nuestros pueblos y de toda la humanidad y, como tal, no puede ser apropiada para el beneficio de unos pocos.

El reemplazo de la UPOV 1978, que regía anteriormente, por la versión de 1991 representa un grave retroceso jurídico para el país por varias razones. Primero, la UPOV 1978, en su artículo 27, permite a los países signatarios excluir de ser patentadas para comercialización a variedades animales y vegetales, incluyendo las semillas pero no los microorganismos, para proteger “el orden público o la moralidad, […] la salud o la vida de las personas o de los animales o para preservar los vegetales, o para evitar daños graves al medio ambiente”, y requiere establecer un sistema de protección alterno o sui generis. Segundo, la UPOV 1978 contiene una cláusula de excepción para los agricultores de cultivos de subsistencia –y, por tanto, beneficia a la mayoría de nuestras comunidades campesinas, indígenas y afro-descendientes– que les permite guardar, bajo ciertas condiciones, las semillas para la próxima cosecha así como vender e intercambiar semillas libremente con otros agricultores por motivos de propagación. Tercero, la UPOV 1978 contiene otra importante cláusula de excepción para la investigación que le concede a los Estados signatarios eximir a instituciones públicas de pagar por derechos de propiedad intelectual por el uso de variedades vegetales y animales para fines de investigación.[2]

Por tanto, la UPOV 1978, a diferencia de la UPOV 1991, brinda algunos elementos jurídicos para garantizar los derechos fundamentales al trabajo y a la vida digna a nuestras poblaciones rurales más pobres y vulnerables, permitiéndoles guardar, intercambiar y acceder más libremente a las semillas, uno de sus principales medios de producción y subsistencia. Dado que bajo la UPOV 1978 el Estado colombiano tiene la facultad de declarar las semillas nativas como exentas de ser patentadas por individuos o compañías privadas, las comunidades rurales pueden conservar sus semillas criollas bajo su legítima propiedad y control, teniendo en cuenta que han sido ellas quienes las han desarrollado y adaptado a las condiciones ambientales de sus territorios, algunas desde tiempos ancestrales. Así mismo, con la UPOV 1978 el Estado puede establecer sistemas de propiedad intelectual sui generis, como el CBD, que protejan los conocimientos tradicionales de indígenas y afro-descendientes, indispensables para la conservación de la diversidad biológica y cultural del país. Finalmente, la UPOV 1978 le permite al país continuar desarrollando la investigación científica en semillas y plántulas mejoradas y preservación de variedades nativas para beneficio de nuestros agricultores y para garantizar la seguridad alimentaria del país, como se venía haciendo en las facultades de agronomía del país y en el CIAT de Palmira, en vez de los intereses económicos de transnacionales como Syngenta y Monsanto.

Por el otro lado, la UPOV 1991 otorga derechos de propiedad solamente a aquellas semillas que sean “nuevas, homogéneas, estables y distinguibles” y no contiene dichas cláusulas de excepción. Por tanto obliga a pagar regalías por el uso, desde la siembra de pequeños agricultores hasta para la investigación científica, de cualquier semilla que sea no solamente patentada sino también ‘fácilmente confundida’ con una patentada. Los parámetros para establecer cuando una variedad es lo suficientemente ‘similar’ para ser ‘fácilmente confundida’ con otra patentada no están definidos, ni tampoco quién lo determina. Igualmente, esta norma prohíbe la resiembra de semillas protegidas por derechos de propiedad intelectual. La Ley 1518, en cumplimiento de la UPOV 1991, prohíbe entonces el uso y comercialización de cualquier semilla que no se encuentre debidamente registrada y certificada ante el ICA y que no pague regalías por concepto de patentes, incluso para aquellas semillas criollas que simplemente se asemejan a las protegidas por derechos de propiedad intelectual. La excepción para los agricultores, en el articulo 15 de la Ley 1518, es solamente facultativa y contiene un lenguaje vago que beneficia al obtentor de patente al afirmar que las excepciones debe estar dentro de ‘límites razonables’ y a reserva de la salvaguarda de los intereses legítimos del obtentor’. Las preguntas son quién y cómo se definen los ‘límites razonables’ y la ‘legitimidad’ de los intereses del obtentor.

Estas disposiciones claramente significan la criminalización del libre uso, intercambio y resiembra de semillas por parte de nuestros agricultores y abre la puerta para la biopiratería. La Ley 1518 afecta principalmente a agricultores indígenas, afro-descendientes y pequeños productores, mientras que beneficia por sobre todo a las compañías transnacionales productoras de semillas e insumos agroquímicos, lo cuál contradice el mandato constitucional de velar y promover la igualdad, la justicia social y el interés nacional. Es obvio que solamente aquellos que tienen acceso a la biotecnología, en especial ingeniería genética, pueden cumplir con los requerimientos de propiedad intelectual puesto que estas tecnologías se basan en la reducción de la base genética de las plantas, lo cuál de paso atenta gravemente contra la biodiversidad del país. Por el contrario, las técnicas tradicionales de mejoramiento y selección de semillas de nuestros agricultores más pobres se basan en el enriquecimiento de la base genética de las plantas y, por tanto, producen variedades heterogéneas lo cuál las hace candidatas indeseables para ser patentadas pero grandes aliadas de la agrobiodiversidad, biodiversidad, diversidad alimentaria del país[3]

Como la Ley 1518 promueve indirectamente la expansión de semillas y plantas genéticamente modificadas, nuestros agricultores, así como los consumidores urbanos más pobres, se encontrarán cada vez más a merced de las compañías transnacionales que monopolizan nuestros sistemas alimenticios desde la producción de semillas hasta la distribución de comida. Con tecnologías como la Terminator, mediante la cual las plantas no producen semillas fértiles para la próxima cosecha, y las semillas Round-up Ready de Monsanto que son resistentes a este pesticida producido por la misma compañía, nuestros agricultores dependerán de estas compañías transnacionales para conseguir semillas e insumos para la agricultura, convirtiéndolos en objeto de lo que la activista india Vandana Shiva (2001) ha denominado la ‘bioservitud’[4]  

Igualmente, no hay estudios serios sobre los efectos secundarios del consumo de alimentos transgénicos sobre la salud humana dado que los organismos de control respectivos de los Estados Unidos consideran que presentan riesgos similares a los productos agrícolas convencionales. Sin embargo, hay evidencia de que los alimentos transgénicos afectan la salud de los animales, como en el caso del maíz BT 176 de Syngenta. Recientemente granjeros alemanes demandaron a Syngenta por la muerte de 65 vacas después de haber sido alimentadas con dicho maíz y por haber ocultado su conocimiento del vínculo entre la muerte de los animales y el uso de su producto en una demanda previa.[5] Por tanto, existen riesgos considerables para la ganadería colombiana y para los pequeños agricultores que complementan sus ingresos con la tenencia de animales. Si los transgénicos afectan la salud de los animales, no es descabellado pensar que también afectarían la humana, empezando por la posibilidad de que las toxinas del maíz genéticamente modificado que consumen las vacas se encuentren también en la leche y productos lácteos para consumo humano. También es claro el riesgo de los alimentos genéticamente modificados de producir resistencia a los antibióticos, vulnerando el sistema inmunológico humano, puesto que algunos tipos de antibióticos han sido utilizados como marcadores para comprobar que la información genética ha sido satisfactoriamente introducida en un nuevo organismo (Altieri, 2001). No obstante, las compañías de biotecnología se rehúsan a admitir cualquier posible riesgo e incluso a que sus productos sean etiquetados como genéticamente modificados para informar al consumidor.[6]   

La tecnología Terminator de Monsanto también conlleva el grave riesgo de la contaminación de cultivos tradicionales aledaños, por ejemplo por polinización, que produciría la infertilidad de las plantas allí cultivadas, contribuyendo a su desaparición y, por tanto, atentando contra la agrobiodiversidad nacional. La tecnología de Round-up Ready también tiene amplias consecuencias ambientales y sociales dado que este pesticida es no selectivo, de amplio espectro y contiene glifosato. Por tanto, el Round-up afecta a la mayoría de organismos vivos, muchos de ellos benéficos para la fertilidad del suelo y el control biológico de pestes, convirtiendo parcelas que son biodiversas en ‘desiertos verdes’ donde sólo crece la planta a ser cultivada y donde no hay posibilidad de intercalar cultivos de pancoger que aporten para la seguridad alimentaria de nuestras comunidades rurales y del país en general. Estos desiertos verdes también promueven la creación de ‘superpestes’ puesto que, por el mismo proceso de selección natural, insectos, hongos y otros organismos se vuelven resistentes a los herbicidas y pesticidas químicos que supuestamente debían controlarlos (Altieri, 2001; Shiva, 2001; Sell, 2009).
        
Finalmente, la Ley 1518 abre la puerta para que compañías como Monsanto o Syngenta puedan patentar nuestras variedades de maíz, yuca, fríjol, cítricos y otros productos básicos e insignes de la dieta, la cultura e identidad de nuestras comunidades, atentando contra la soberanía y seguridad alimentaria y el carácter pluricultural de nuestra nación.
     
La amenaza de biopiratería es real y existen antecedentes en otros países que lo comprueban como en la India donde, de manera igualmente antidemocrática, los Estados Unidos forzaron a reemplazar el Acto de Patentes de 1970 por la UPOV 1991 (Shiva, 2001). Algunos de los casos mas indignantes de biopiratería en ese país han sido los del neem y el arroz Basmati. En el caso del primero, W.R. Grace, una compañía estadounidense, detenta desde 1985 las patentes de pesticidas que contengan sustancias extraídas del neem, un árbol originario de India que ha sido utilizado tradicionalmente no solamente para controlar el impacto de más de 200 especies de insectos en distintos cultivos, sino también como fertilizante, y por sus múltiples usos medicinales, culinarios y rituales. Como consecuencia, los laboratorios y compañías indias deben ahora pagar altas regalías para producir insecticidas de neem. Los agricultores indios no solamente deben ahora comprar los insecticidas de neem, sino que el uso tradicional de neem como insecticida es penalizada como violación de derechos de propiedad intelectual. Además la producción en masa de insecticidas con neem promovida por esta compañía ha producido la escasez de este producto esencial para la sobrevivencia de las comunidades pobres del país, cuando antes era barato o gratis y abundante. En cuanto al arroz Basmati, una variedad tradicional india reconocida por su aromático olor y delicado sabor, su información genética fue patentada en 1997 por la compañía texana Rice Tex Inc. Puesto que la variedad de Rice Tex es muy parecida a las variedades indias, los agricultores indios no podían cultivar Basmati sin obtener permiso y pagar regalías a la compañía. Dada la indignación internacional y las protestas del gobierno indio por biopiratería, la Rice Tex ahora sólo detenta patentes sobre tres variedades de Basmati (Shiva, 2001).

Aún más grave, en Colombia ya existen precedentes de biopiratería como el caso del maíz ETO desarrollado por agrónomos colombianos de la Estación Tulio Ospina, y de allí su nombre, de la Universidad Nacional de Medellín. El maíz ETO fue adaptado especialmente para el clima templado y las condiciones de suelo de la zona cafetera y ha sido usado en otros países de África y Asia para promover la seguridad alimentaria. Sin embargo, una universidad de los Estados Unidos obtuvo la patente del maíz ETO, obligando a los agricultores colombianos a pagar regalías por el uso de una variedad que fue desarrollada con nuestros impuestos y basada en los conocimientos ancestrales de nuestros agricultores.[7]

Por los motivos expuestos anteriormente y atendiendo a la intervención ciudadana, la Ley 1518 debe ser declarada por la Corte Constitucional como inexequible, ya que atenta contra la diversidad biológica y cultural, y la seguridad y la soberanía alimentaria del país; lesiona los derechos colectivos ancestrales de las comunidades rurales sobre el uso de la biodiversidad, la permanencia en sus territorios como agricultores, y el derecho a la consulta; y promueve la privatización y mercantilización de la agrobiodiversidad para el beneficio de las compañías de biotecnología y agronegocios. 



Atentamente,

Laura María Gutiérrez Escobar
c.c.: 52.819.387



[1] Por ejemplo, el Tratado Internacional sobre Recursos Fitogenéticos para la Alimentación y la Agricultura adoptado por la FAO en 2001 que le garantiza a los agricultores el acceso justo y equitativo a recursos fitogenético para su práctiva agrícola y seguridad alimentaria. Ver: ftp://ftp.fao.org/docrep/fao/011/i0510s/i0510s.pdf

[2]Ver: Shiva, Vandana. 2001. Protect or Plunder?: Understanding Intellectual Property Rights. London: White Lotus Co: 100-1; y Sell, Susan. 2009. Corporations, Seeds and Intellectual Property Rights Governance. In Corporate Power in Global Agrifood Governance, eds. Jennifer Clapp and Doris A. Fuchs, 187-223. Cambridge, MA: MIT Press: 192
[3] Grupo Semillas. 2011. Las leyes de semillas aniquilan la soberanía y autonomía de los pueblos. Bogotá: Arfo Editores e Impresores LTDA.

[4] Ver también: Altieri, Miguel A. 2001. Genetic Engineering in Agriculture: The Myths, Environmental Risks, and Alternatives. Oakland, CA: Food First Books.
[6]Por ejemplo, Monsanto ha amenazado recientemente con demandar al Estado de Vermont, EE.UU., si se aprueba una ley que obligaría a etiquetar productos genéticamente modificados: http://naturalsociety.com/monsanto-threatens-lawsuit-over-gmo-labeling-bill

[7] Pérez Zapata, Hernán. 2009. Sin Maíz no hay País. Santa Marta: ACIA and RECALCA: 23-5

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
200% de acuerdo, Colombia y todos los colombianos sin distinción alguna debemos cuidar nuestro patrimonio ancestral, cultural y alimentos orgánicos por naturaleza, nuestros políticos y dirigentes deben anteponer la seguridad alimenticia de los colombianos sobre los intereses codiciosos de las empresas sean de donde sean.

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