Imperativo contemporáneo de la reflexión sobre el acto de educar

El desafío



*Por: William Ospina*

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*http://www.elespectador.com/opinion/columna-386357-el-desafio*

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*Es extraño que una especie que lleva un millón de años en este planeta,
que hace cuarenta mil años inventó el lenguaje y el arte, que hace quince
mil ya construía poblados, que hace diez mil en Ecuador y en Mesopotamia
cultivaba la tierra para obtener alimentos, que hace nueve mil empujaba
ganados por el África, que hace seis mil ya tenía ciudades, que hace cinco
mil ya andaba sobre ruedas, que hace cuatro mil quinientos producía seda
con los capullos de los gusanos, guardaba reyes en pirámides y
sistematizaba alfabetos, que hace cuatro mil años ya levantaba imperios,
todavía tenga que preguntarse cada día cómo educar a la siguiente
generación.*

Casi todas las culturas anteriores supieron transmitir sus costumbres y sus
destrezas, porque sus filosofías y religiones siempre creyeron en el
futuro; pero en nuestro tiempo cunde por el planeta una suerte de carnaval
del presente puro que menosprecia el pasado y desconfía del porvenir. Tal
vez por eso nos atrae más la información que el conocimiento, más el
conocimiento que la sabiduría. Los medios se alimentan de esa curiosa
fiebre de actualidad que hace que los diarios sólo sean importantes si
llevan la fecha de hoy, que los acontecimientos históricos sólo atraigan la
atención mientras están ocurriendo: después se arrojan al olvido y tienen
que llegar otras novedades a saciar nuestra curiosidad, a conmovernos con
su belleza o con su horror.

En la política, la mera lucha por el poder termina siendo más urgente que
la responsabilidad de ese poder; nadie les pide cuentas a los que se fueron
y lo imperativo es decidir quiénes los reemplazarán. Los liderazgos
personales eclipsan en todo el mundo la atención sobre los programas, el
debate sobre los principios. Los líderes se preguntan de qué manera
recibirán los electores tal o cual promesa, si se decepcionarán de ellos
por proponer esto o aquello, y la tiranía de lo conveniente reemplaza
principios y convicciones.

Nadie habría pensado en otros tiempos que los pastores sólo pudieran decir
lo que está dispuesto a escuchar el rebaño, y la palabra liderazgo va
perdiendo su sentido de orientación y de conocimiento para ser reemplazada
por la mera astucia de la seducción, por todos los sutiles halagos y
señuelos de la publicidad.

Ello no significa que sean los pueblos los que ahora deciden: poderes
cotidianos gobiernan sus emociones, modelan sus gustos y dirigen sus
opiniones. Fuerzas muy poderosas gobiernan el mundo, y pasa con ellas lo
que con las letras más grandes que hay en los mapas: resultan ser las menos
visibles, porque las separan ríos y montañas, meridianos y paralelos. ¿En
qué consiste esta aparente seducción de las multitudes, que sólo quiere
decirles lo que están dispuestas a oír, aunque se gobierne a sus espaldas y
no siempre a favor de sus intereses?

Nietzsche decía que cualquier costumbre es preferible a la falta de
costumbres. Nuestra época es la de la muerte de las costumbres: cambiamos
tradiciones por modas, conocimientos comprobados por saberes improvisados,
arquitecturas hermosas por adefesios sin alma, saberes milenarios por
fanatismos de los últimos días, alimentos con cincuenta siglos de seguro
por engendros de la ingeniería genética que no son necesariamente
monstruosos, pero de los que no podemos estar seguros, porque más tardan en
ser inventados que en ser incorporados a la dieta mundial antes de que
sepamos qué efectos producirán en una o varias generaciones, todo por
decisión de oscuros funcionarios que no siempre pueden demostrar que
trabajan para el interés público. El doctor Frankenstein es ahora nuestro
dietista y el Hombre Invisible toma decisiones delicadas que tienen que ver
con nuestra salud y con nuestra seguridad.

Tenemos a veces un sentimiento que no tenían las generaciones del pasado:
el de estar viviendo en un mundo desconocido. Mientras el maíz que comíamos
era el mismo que comieron nuestros antepasados durante milenios, no
teníamos por qué sentir esa aprensión. Mientras los alimentos obedecían a
una dieta largamente probada por abuelos y trasabuelos, podía haber
confianza en el mundo.

Nos preguntamos si pasaron los tiempos en que se podía hablar del ser
humano utilizando las palabras de Hamlet: “¡Qué obra maestra es el hombre!,
¡Cuán noble por su razón!, ¡cuán infinito en facultades! En su forma y
movimientos ¡cuán expresivo y maravilloso! En sus acciones, ¡qué parecido a
un ángel!, en su inteligencia, ¡qué semejante a un dios! ¡La maravilla del
mundo! ¡El arquetipo de los seres!”.

Gradualmente se incorporan al mundo cosas que no proceden de la tradición
ni de la memoria, sino de una sed extraña por abandonar el pasado, por
renunciar a todo lo conocido, por refugiarnos en el presente puro, en sus
espectáculos e innovaciones, en sus mercados sin descanso y en la prisa
inexplicable de sus muchedumbres. El mundo ya no parece estar para ser
conocido, sino sólo para ser retratado, las ideas no piden ser
profundizadas y combinadas, sino ser transmitidas; una manía no de la
sentencia, sino del eslogan, parece apoderarse del mundo, y la humanidad
tiende a verse arrojada a un hipermercado que sólo pertenece
momentáneamente a quien pueda pagarlo: por último refugio los centros
comerciales, por último alimento del espíritu los espectáculos, por toda
escuela las pantallas de la televisión, por toda religión el consumo, por
todo saber la opinión.

El último hombre bien podría ser aquel que, al preguntarle por sus
ambiciones, contestó: “He vivido como todos, quiero morir como todos,
quiero ir a donde van todos”.

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