Impactos de los cultivos transgénicos en Bolivia

Maíz transgénico pone en riesgo variedades nativas
Noticias Aliadas
28/06/2017

Cultivo de transgénicos arrasa con comunidades, sistemas productivos y alimenticios locales.

Bolivia, con la irrupción indígena en diversos niveles del aparato estatal desde la llegada del presidente Evo Morales al poder en el 2006, promulgó diversas leyes y normas para defender a la Madre Tierra. En lo referente al uso de transgénicos, su Constitución Política aprobada en el 2008 señala expresamente en su artículo 255, II 8, la “prohibición de importación, producción y comercialización de organismos genéticamente modificados y elementos tóxicos que dañen la salud y el medio ambiente”. A este mandato se han sumado diversas leyes y decretos, con el mismo propósito proteccionista.
Pero, como señala una máxima popular en el país, “hecha la ley, hecha la trampa”. Miguel Ángel Crespo, director de Productividad Biosfera Medio Ambiente (PROBIOMA), organización no gubernamental fundada en 1990, afirma a Noticias Aliadas que el mejor ejemplo de la vulneración de las normas es el caso del maíz. “México —afirma— registra 69 variedades nativas de este cereal, que se ha convertido en parte de su identidad nacional. Sorprendentemente, Bolivia tiene 77 variedades nativas, pero esa biodiversidad se ve hoy gravemente amenazada con la introducción de maíz transgénico”.
En mayo, la Plataforma Bolivia Libre de Transgénicos denunció la existencia de alrededor de 30,000 Ha de maíz transgénico cultivadas por una colonia menonita en el municipio de Charagua, sur del departamento oriental de Santa Cruz, luego que en marzo un equipo de especialistas de la organización SOS Maíz Bolivia tomara muestras en el Campo 20 de la Colonia Menonita Pinondi, detectando mediante pruebas de laboratorio la presencia de maíz transgénico resistente al glifosato, herbicida catalogado en el 2015 por la Organización Mundial de la Salud como “probablemente cancerígeno”.
Según las normas bolivianas, únicamente el cultivo de soya puede utilizar semillas transgénicas, pero sólo con un evento autorizado temporalmente. Sin embargo, ya se usan diversas variedades genéticamente modificadas que no fueron autorizadas. La producción soyera, basada en semillas transgénicas con aquiescencia oficial, ha inflado el agronegocio en forma creciente. Según Crespo, el uso de variedades resistentes al glifosato y el empleo de este herbicida, han generado un círculo vicioso, promoviendo nuevas plagas y, por ende, nuevas demandas de agroquímicos.
“Se ha puesto en el mercado una variedad que es resistente al tristemente célebre Paraquat —usado en la guerra de Vietnam—, al glifosato, al glufosinato y al 2,4-D. Este evento, en vez de optimizar las aplicaciones, promueve el uso indiscriminado de los cuatro herbicidas. Luego, cuando el suelo pierde fertilidad a consecuencia de este abuso, los dueños del negocio ofertan fertilizantes; hacen lo propio con los insecticidas, generando un incremento constante en la demanda de estos productos”, con el consecuente impacto medioambiental, afirma.

Apicultura migrante

Sensores naturales de este círculo vicioso son las abejas, polinizadoras por excelencia. No sólo voces provenientes de la comunidad científica dan la alarma.
Osvaldo Soruco, ingeniero agrónomo y apicultor de Santa Cruz —donde se concentra la mayor producción agroindustrial del país—, reconoce a Noticias Aliadas que no cuentan “con estudios científicos que comprueben algunos fenómenos en las abejas, porque hacerlos cuesta demasiado y nuestra asociación de productores ecológicos es reducida. Pero tenemos constataciones empíricas. Por ejemplo, años antes enviábamos nuestras colmenas a campos de cultivo de girasol, como un alquiler temporal de las abejas, para que polinicen el cultivo; pero ahora no, pues cuando las retornamos, comprobamos que la población de cada colmena disminuye significativamente y las demás sobrevivientes mueren en poco tiempo”.
Y es que los insecticidas no discriminan; las abejas son víctimas del uso y abuso en los cultivos que utilizan paquetes completos de agrotóxicos, muchos de ellos, como el Paraquat, ya prohibidos en otros países. “Esto nos ha obligado a hacer una apicultura migrante: debemos ubicar bosques en zonas alejadas de cultivos agrícolas; hasta allí transportamos las colmenas para producir un alimento no tóxico, pero la frontera agrícola nos persigue, crece y debemos ir cada vez más lejos”, afirma Soruco.
El cultivo de transgénicos, sinónimo de monocultivo y de agricultura extensiva, arrasa también comunidades, sistemas productivos y alimenticios locales. Gizel Caballero, del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA), entidad fundada en 1970, destaca el caso de la provincia Guarayos, en el noroeste de Santa Cruz, tradicional hábitat de la etnia del mismo nombre. Por ley, las Tierras Comunitarias de Origen (TCO) —espacios geográficos que constituyen el hábitat de pueblos y comunidades indígenas donde mantienen sus propias formas de organización económica, social y cultural— no pueden ser vendidas ni cedidas a terceros, pero las ganancias rápidas influyen en la decisión de no pocos.
“Las tierras son puestas en alquiler o se venden bajo cuerda; de esa forma, los indígenas originarios van saliendo de sus territorios para engrosar los anillos de pobreza en las ciudades; o para convertirse en peones agrícolas. Se observa en las comunidades la presencia de mujeres, sobre todo madres, y niños”, señala.
Los derechos laborales tampoco resisten al avance de esa frontera agrícola. Caballero asegura que “más de 8,700 asalariados de la agroindustria venden su fuerza de trabajo sin protección laboral alguna. En el caso de la zafra de caña, se les paga 30.00 bolivianos [US$ 4.31] por tonelada cortada manualmente”. El dueño de la propiedad tiene una relación contractual únicamente con el intermediario; este, a su vez, contrata peones al margen de toda consideración legal laboral.
Esta pretendida modernización de la agricultura a gran escala es un factor determinante de la inseguridad alimentaria. Datos oficiales confirman que el país importa ahora más alimentos que antes, porque su agricultura se orienta básicamente a la exportación y no a la satisfacción de las demandas locales. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), la importación de alimentos pasó de $570 millones en el 2011 a $610 millones en el 2015.

Promover conciencia ciudadana

Lo cierto es que en Bolivia, a nueve años de la aprobación de su nueva Constitución, que abría esperanzas de convertir al país en un modelo de producción endógena, respetuoso del medio ambiente y de su biodiversidad, el panorama es ya menos incierto: la batalla la vienen ganando de lejos las poderosas transnacionales del agronegocio. Así lo confirma Reynaldo Díaz, presidente del Instituto Boliviano de Comercio Exterior (IBCE), quien reporta, basado en un informe del Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones Agrobiotecnológicas (ISAAA) un nuevo récord “del área cultivada con semillas genéticamente mejoradas, superando los 185 millones de hectáreas en 19 países en vías de desarrollo”.
A este desolador panorama, Bolivia contribuye con aproximadamente un millón de hectáreas de cultivos de soya transgénica, una superficie que no para de crecer. Salvo que, de cuando en cuando, la naturaleza se toma venganza, como en la pasada campaña cuando una persistente sequía hizo retroceder las cifras de producción. Paradojas del monocultivo, los transgénicos reproducen también su propio límite.
Ante esta manifiesta incapacidad de cumplir y hacer cumplir las leyes, surgen movimientos ciudadanos de acción. De manera precaria, sin apoyo ni incentivos oficiales, se ha organizado una Plataforma Agroecológica, cuyos integrantes impulsan la agricultura orgánica, organizando ferias de productos limpios donde pueden y, generando información en redes sociales.
Como afirma Soruco, por ahora lo único que les queda es mover la conciencia ciudadana para promover el consumo de alimentos limpios que relativicen el impacto de los transgénicos. “Para ello, hemos desarrollado un protocolo de buenas prácticas agroecológicas y un reglamento para certificar con un sello la calidad, que faciliten la valoración de los consumidores”, destaca el apicultor. —Noticias Aliadas.




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