Impactos de los cultivos transgénicos en Bolivia
Maíz transgénico pone en riesgo
variedades nativas
Cultivo de transgénicos arrasa con comunidades, sistemas productivos y alimenticios locales. |
Bolivia, con la irrupción indígena en
diversos niveles del aparato estatal desde la llegada del presidente Evo
Morales al poder en el 2006, promulgó diversas leyes y normas para defender a
la Madre Tierra. En lo referente al uso de transgénicos, su Constitución
Política aprobada en el 2008 señala expresamente en su artículo 255, II 8, la
“prohibición de importación, producción y comercialización de organismos genéticamente
modificados y elementos tóxicos que dañen la salud y el medio ambiente”. A este
mandato se han sumado diversas leyes y decretos, con el mismo propósito
proteccionista.
Pero, como señala una máxima popular
en el país, “hecha la ley, hecha la trampa”. Miguel Ángel Crespo, director de
Productividad Biosfera Medio Ambiente (PROBIOMA), organización no gubernamental
fundada en 1990, afirma a Noticias Aliadas que el mejor ejemplo
de la vulneración de las normas es el caso del maíz. “México —afirma— registra
69 variedades nativas de este cereal, que se ha convertido en parte de su
identidad nacional. Sorprendentemente, Bolivia tiene 77 variedades nativas,
pero esa biodiversidad se ve hoy gravemente amenazada con la introducción de
maíz transgénico”.
En mayo, la Plataforma Bolivia Libre
de Transgénicos denunció la existencia de alrededor de 30,000 Ha de maíz
transgénico cultivadas por una colonia menonita en el municipio de Charagua,
sur del departamento oriental de Santa Cruz, luego que en marzo un equipo de
especialistas de la organización SOS Maíz Bolivia tomara muestras en el Campo
20 de la Colonia Menonita Pinondi, detectando mediante pruebas de laboratorio
la presencia de maíz transgénico resistente al glifosato, herbicida catalogado
en el 2015 por la Organización Mundial de la Salud como “probablemente
cancerígeno”.
Según las normas bolivianas,
únicamente el cultivo de soya puede utilizar semillas transgénicas, pero sólo
con un evento autorizado temporalmente. Sin embargo, ya se usan diversas
variedades genéticamente modificadas que no fueron autorizadas. La producción
soyera, basada en semillas transgénicas con aquiescencia oficial, ha inflado el
agronegocio en forma creciente. Según Crespo, el uso de variedades resistentes
al glifosato y el empleo de este herbicida, han generado un círculo vicioso,
promoviendo nuevas plagas y, por ende, nuevas demandas de agroquímicos.
“Se ha puesto en el mercado una
variedad que es resistente al tristemente célebre Paraquat —usado en la guerra
de Vietnam—, al glifosato, al glufosinato y al 2,4-D. Este evento, en vez de
optimizar las aplicaciones, promueve el uso indiscriminado de los cuatro
herbicidas. Luego, cuando el suelo pierde fertilidad a consecuencia de este
abuso, los dueños del negocio ofertan fertilizantes; hacen lo propio con los
insecticidas, generando un incremento constante en la demanda de estos
productos”, con el consecuente impacto medioambiental, afirma.
Apicultura migrante
Sensores naturales de este círculo
vicioso son las abejas, polinizadoras por excelencia. No sólo voces
provenientes de la comunidad científica dan la alarma.
Osvaldo Soruco, ingeniero agrónomo y
apicultor de Santa Cruz —donde se concentra la mayor producción agroindustrial
del país—, reconoce a Noticias Aliadas que no cuentan “con
estudios científicos que comprueben algunos fenómenos en las abejas, porque
hacerlos cuesta demasiado y nuestra asociación de productores ecológicos es
reducida. Pero tenemos constataciones empíricas. Por ejemplo, años antes
enviábamos nuestras colmenas a campos de cultivo de girasol, como un alquiler
temporal de las abejas, para que polinicen el cultivo; pero ahora no, pues
cuando las retornamos, comprobamos que la población de cada colmena disminuye
significativamente y las demás sobrevivientes mueren en poco tiempo”.
Y es que los insecticidas no
discriminan; las abejas son víctimas del uso y abuso en los cultivos que
utilizan paquetes completos de agrotóxicos, muchos de ellos, como el Paraquat,
ya prohibidos en otros países. “Esto nos ha obligado a hacer una apicultura
migrante: debemos ubicar bosques en zonas alejadas de cultivos agrícolas; hasta
allí transportamos las colmenas para producir un alimento no tóxico, pero la
frontera agrícola nos persigue, crece y debemos ir cada vez más lejos”, afirma
Soruco.
El cultivo de transgénicos, sinónimo
de monocultivo y de agricultura extensiva, arrasa también comunidades, sistemas
productivos y alimenticios locales. Gizel Caballero, del Centro de
Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA), entidad fundada en 1970,
destaca el caso de la provincia Guarayos, en el noroeste de Santa Cruz,
tradicional hábitat de la etnia del mismo nombre. Por ley, las Tierras
Comunitarias de Origen (TCO) —espacios geográficos que constituyen el hábitat
de pueblos y comunidades indígenas donde mantienen sus propias formas de
organización económica, social y cultural— no pueden ser vendidas ni cedidas a
terceros, pero las ganancias rápidas influyen en la decisión de no pocos.
“Las tierras son puestas en alquiler
o se venden bajo cuerda; de esa forma, los indígenas originarios van saliendo
de sus territorios para engrosar los anillos de pobreza en las ciudades; o para
convertirse en peones agrícolas. Se observa en las comunidades la presencia de
mujeres, sobre todo madres, y niños”, señala.
Los derechos laborales tampoco
resisten al avance de esa frontera agrícola. Caballero asegura que “más de
8,700 asalariados de la agroindustria venden su fuerza de trabajo sin
protección laboral alguna. En el caso de la zafra de caña, se les paga 30.00
bolivianos [US$ 4.31] por tonelada cortada manualmente”. El dueño de la
propiedad tiene una relación contractual únicamente con el intermediario; este,
a su vez, contrata peones al margen de toda consideración legal laboral.
Esta pretendida modernización de la
agricultura a gran escala es un factor determinante de la inseguridad
alimentaria. Datos oficiales confirman que el país importa ahora más alimentos
que antes, porque su agricultura se orienta básicamente a la exportación y no a
la satisfacción de las demandas locales. Según el Instituto Nacional de
Estadística (INE), la importación de alimentos pasó de $570 millones en el 2011
a $610 millones en el 2015.
Promover conciencia
ciudadana
Lo cierto es que en Bolivia, a nueve
años de la aprobación de su nueva Constitución, que abría esperanzas de
convertir al país en un modelo de producción endógena, respetuoso del medio
ambiente y de su biodiversidad, el panorama es ya menos incierto: la batalla la
vienen ganando de lejos las poderosas transnacionales del agronegocio. Así lo
confirma Reynaldo Díaz, presidente del Instituto Boliviano de Comercio Exterior
(IBCE), quien reporta, basado en un informe del Servicio Internacional para la
Adquisición de Aplicaciones Agrobiotecnológicas (ISAAA) un nuevo récord “del
área cultivada con semillas genéticamente mejoradas, superando los 185 millones
de hectáreas en 19 países en vías de desarrollo”.
A este desolador panorama, Bolivia
contribuye con aproximadamente un millón de hectáreas de cultivos de soya
transgénica, una superficie que no para de crecer. Salvo que, de cuando en
cuando, la naturaleza se toma venganza, como en la pasada campaña cuando una
persistente sequía hizo retroceder las cifras de producción. Paradojas del
monocultivo, los transgénicos reproducen también su propio límite.
Ante esta manifiesta incapacidad de
cumplir y hacer cumplir las leyes, surgen movimientos ciudadanos de acción. De
manera precaria, sin apoyo ni incentivos oficiales, se ha organizado una
Plataforma Agroecológica, cuyos integrantes impulsan la agricultura orgánica,
organizando ferias de productos limpios donde pueden y, generando información
en redes sociales.
Como afirma Soruco, por ahora lo
único que les queda es mover la conciencia ciudadana para promover el consumo
de alimentos limpios que relativicen el impacto de los transgénicos. “Para
ello, hemos desarrollado un protocolo de buenas prácticas agroecológicas y un
reglamento para certificar con un sello la calidad, que faciliten la valoración
de los consumidores”, destaca el apicultor. —Noticias Aliadas.
Comentarios