Apaporis, La Película de Hoy
El río de Antonio Dorado
Por: Alfredo Molano Bravo
Se estrenó esta semana ‘Apaporis’, documental de Antonio Dorado sobre uno de los ríos más fascinantes y desconocidos del país. Nace en los humedales situados entre la serranía de la Macarena y las sabanas del Yarí.
Corre transversalmente, rompe con su fuerza los tepuyes de Chiribiquete para unirse con el río Caquetá y desembocar juntos en el Amazonas. Son aguas que saltan de raudal en raudal y que forman uno admirable, el Jirijirimo, donde el río cae en cascada unos 50 metros, formando nubes de lluvia y arco iris. Los accidentes de su curso han dificultado la explotación económica, pero no la “evangelización de naturales”. El saqueo del caucho y del chicle durante la Segunda Guerra Mundial dejó, paradójicamente, una ganancia: las detalladas investigaciones de Richard Evans Schultes (1915-2001) sobre etnobotánica, que mostraron la trascendental importancia que para la humanidad tiene la sabiduría indígena de las comunidades amazónicas. Apoyado en ese espíritu, Wade Davis revive en el libro El río la aventura científica de quien fue su maestro, que Antonio Dorado capta magistralmente en el documental. Evans hizo un inventario de las manchas de árboles de caucho para el Departamento de Estado, pero se apasionó por la selva y por los pueblos que la habitaban, conocían y gozaban. Dejó, además de textos científicos y diarios, una colección de fotografías verdaderamente artísticas. Davis escribió el libro sobre esa aventura en el Apaporis, y Dorado una película sobre El río para contar la historia del saqueo de la selva por los comerciantes y de la destrucción de conocimientos indígenas por parte de las Iglesias. Dorado no hace sus denuncias en tiempo pasado, sino en presente y en futuro. No se trata sólo del caucho, de la madera, del curare, sino también de la coca, del oro, del coltán, del robo de la sabiduría de los chamanes por parte de las firmas farmacéuticas y, sobre todo, de la destrucción sistemática de la selva. Las imágenes de Dorado son admirables y aterradoras: la motosierra aserrando bosques y amenazando comunidades, el Estado fumigando, la guerrilla atacando, y el país impávido. Y al tiempo, nos pasea por la chagra donde los indígenas cultivan la coca, la yuca amarga, la pipuña —chontaduro—; nos lleva de cacería al monte donde preparan el curare, cazan el mico, buscan la apreciada larva de mojojoy, y nos pasea por la maloca donde crían a sus hijos, aman a sus nietos, celebran sus danzas, preparan el mambe, interrogan el firmamento y miden el tiempo. Apaporis nos pone frente al inminente arrasamiento de culturas que conocen el secreto de la conservación de la selva amazónica, el uso de propiedades botánicas de muchas plantas desconocidas por nuestra brutal civilización y la desaparición de sus lenguas, ritos e interpretaciones del infinito. ¡Pavorosa realidad! ¿Cómo puede ser posible que asistamos a un holocausto cultural —tan de moda por la globalización— para que unos pocos y poderosos capitales se lucren con la explotación del Apaporis y en general de la Amazonia? ¿Cómo una sabiduría que ha logrado vivir de la selva amazónica sin destruirla puede ser inferior al atesoramiento de recursos minerales en manos de unos pocos inversionistas? Porque hoy ya no se habla en abstracto: la Cosigo Resources, una empresa aurífera canadiense, está detrás del oro —o de lo que encuentre— en la región, que por lo demás no es sólo un resguardo indígena, sino un parque nacional.
La Corte Constitucional está en mora de fallar una tutela interpuesta desde hace varios años por los indígenas, que busca impedir que sean aceptadas las 23 solicitudes de títulos mineros que cursan ante el Ministerio de Minas para entrar a saco en la tierra de la anaconda y el jaguar. La última secuencia de la maravillosa obra de Dorado muestra un indígena que ha cazado una paloma con un dardo untado de curare disparado con cerbatana. En sus manos, rezándola y soplándola, la saca de la muerte. El cazador-curandero sonríe levemente a medida que el pájaro revive, como si la sonrisa no fuera expresión de su dicha, sino el medio para devolver la vida, obra milagrosa de un “dios vivo”. Si con Apaporis el país volteara la cara un instante a mirar la selva, Antonio habría cumplido su objetivo, que tanto trabajo y sacrificio le ha costado.
Por: Alfredo Molano Bravo
Se estrenó esta semana ‘Apaporis’, documental de Antonio Dorado sobre uno de los ríos más fascinantes y desconocidos del país. Nace en los humedales situados entre la serranía de la Macarena y las sabanas del Yarí.
Corre transversalmente, rompe con su fuerza los tepuyes de Chiribiquete para unirse con el río Caquetá y desembocar juntos en el Amazonas. Son aguas que saltan de raudal en raudal y que forman uno admirable, el Jirijirimo, donde el río cae en cascada unos 50 metros, formando nubes de lluvia y arco iris. Los accidentes de su curso han dificultado la explotación económica, pero no la “evangelización de naturales”. El saqueo del caucho y del chicle durante la Segunda Guerra Mundial dejó, paradójicamente, una ganancia: las detalladas investigaciones de Richard Evans Schultes (1915-2001) sobre etnobotánica, que mostraron la trascendental importancia que para la humanidad tiene la sabiduría indígena de las comunidades amazónicas. Apoyado en ese espíritu, Wade Davis revive en el libro El río la aventura científica de quien fue su maestro, que Antonio Dorado capta magistralmente en el documental. Evans hizo un inventario de las manchas de árboles de caucho para el Departamento de Estado, pero se apasionó por la selva y por los pueblos que la habitaban, conocían y gozaban. Dejó, además de textos científicos y diarios, una colección de fotografías verdaderamente artísticas. Davis escribió el libro sobre esa aventura en el Apaporis, y Dorado una película sobre El río para contar la historia del saqueo de la selva por los comerciantes y de la destrucción de conocimientos indígenas por parte de las Iglesias. Dorado no hace sus denuncias en tiempo pasado, sino en presente y en futuro. No se trata sólo del caucho, de la madera, del curare, sino también de la coca, del oro, del coltán, del robo de la sabiduría de los chamanes por parte de las firmas farmacéuticas y, sobre todo, de la destrucción sistemática de la selva. Las imágenes de Dorado son admirables y aterradoras: la motosierra aserrando bosques y amenazando comunidades, el Estado fumigando, la guerrilla atacando, y el país impávido. Y al tiempo, nos pasea por la chagra donde los indígenas cultivan la coca, la yuca amarga, la pipuña —chontaduro—; nos lleva de cacería al monte donde preparan el curare, cazan el mico, buscan la apreciada larva de mojojoy, y nos pasea por la maloca donde crían a sus hijos, aman a sus nietos, celebran sus danzas, preparan el mambe, interrogan el firmamento y miden el tiempo. Apaporis nos pone frente al inminente arrasamiento de culturas que conocen el secreto de la conservación de la selva amazónica, el uso de propiedades botánicas de muchas plantas desconocidas por nuestra brutal civilización y la desaparición de sus lenguas, ritos e interpretaciones del infinito. ¡Pavorosa realidad! ¿Cómo puede ser posible que asistamos a un holocausto cultural —tan de moda por la globalización— para que unos pocos y poderosos capitales se lucren con la explotación del Apaporis y en general de la Amazonia? ¿Cómo una sabiduría que ha logrado vivir de la selva amazónica sin destruirla puede ser inferior al atesoramiento de recursos minerales en manos de unos pocos inversionistas? Porque hoy ya no se habla en abstracto: la Cosigo Resources, una empresa aurífera canadiense, está detrás del oro —o de lo que encuentre— en la región, que por lo demás no es sólo un resguardo indígena, sino un parque nacional.
La Corte Constitucional está en mora de fallar una tutela interpuesta desde hace varios años por los indígenas, que busca impedir que sean aceptadas las 23 solicitudes de títulos mineros que cursan ante el Ministerio de Minas para entrar a saco en la tierra de la anaconda y el jaguar. La última secuencia de la maravillosa obra de Dorado muestra un indígena que ha cazado una paloma con un dardo untado de curare disparado con cerbatana. En sus manos, rezándola y soplándola, la saca de la muerte. El cazador-curandero sonríe levemente a medida que el pájaro revive, como si la sonrisa no fuera expresión de su dicha, sino el medio para devolver la vida, obra milagrosa de un “dios vivo”. Si con Apaporis el país volteara la cara un instante a mirar la selva, Antonio habría cumplido su objetivo, que tanto trabajo y sacrificio le ha costado.
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